Solo una crónica más de uno de aquellos que le cuesta adaptarse al normalizado comportamiento social. Sin embargo, este tipo que, en medio de un natural abatimiento, va por ahí, buscando respuestas en diferentes lugares de la ciudad. Lanzando injurias y silenciosos dictámenes. Se le ha visto entre aulas de clase, oficinas y reuniones familiares buscando su espacio. Rondando entre parques y otras zonas comunes y privadas. A donde vaya, es igual, en todo lado el proceder es calcado, afinadamente homogenizado.

Entre los cristales de una cabina del cable aéreo, en la nueva línea que hiende el oriente de la ciudad de los atardeceres, se filtró entre un grupo de seis amigos que iban juntos, y continuó observando. Todos tan comunes como el resto, con el cuello y la espalda contorsionados, magnetizados por sus móviles, buscando profundidad en la nimiedad. Soñando con que el fotorrealismo les suministre sombras y texturas que encontrarían solo girando sus cabezas para observar afuera de la cabina.

Buscan la mejor captura —porque aman los atardeceres, dicen—. El pasajero entiende que no es por sí misma la foto, porque la foto sin publicar no tiene sentido. No es tampoco la publicación porque la publicación sin likes o reac­ciones tampoco tiene ocasión.

Cegados en lo elemental, simple necesidad de atención y aprobación. Como lo hacían los monarcas absolutistas, dictadores y caudillos o artistas del renaci­miento, quienes de alguna forma lograron la atención del momento y la inmortali­dad de sus ególatras imágenes; se hicieron pinturas, esculturas o lugares en las páginas de algún libro. La conducta actual, pese a la facilidad con que la nube puede albergar cuanta información se deje, no dura más que algunos minutos en la retina del mundo. No son impresiones perpetuas; al contrario, resultan ser tan comunes y carentes de calidad, que todo se vuelve efímero. Se han tornado, piensa el séptimo pasajero, en islas uniformes, encausados por un algoritmo de marketing que en un comienzo vino a analizar, pero hoy ante la naturaleza estandarizada no le queda más que prever y direccionar, para luego posicionar alguna absurda y transitoria moda.  

Quizás sea el tiempo engañoso que jugando con las memorias crea en la mente el brillo de un pasado especial de convivencia humana. O quizá sea que en realidad la humanidad esté acelerando su extinción. Lo cierto es que al séptimo pasajero le cuesta comprender la motivación de la gente, empeñada en disfrazar realidades mientras se consume la vida.

El gozo condicionado por la aceptación. Hay quienes venden la dignidad por likes. Algunos monetizan, pero la gran mayoría sueñan con un poco de reconocimiento, para sumar puntos en la innata necesidad psicológica de ser validado, lo que asumen, es igual a ser valorado.

Podríamos, fácilmente, estar atrapados bajo régimen temerario del Gran her­mano, sin embargo, tenemos la libertad de apagar nuestros móviles y simplemente girar la cabeza para contemplar el espectáculo natural. Podríamos dejar que el bajón de temperatura, una vez se agota la luz diurna, llenase nuestros cuerpos. Pero estamos sometidos, si bien no, ante un régimen absolutista como el de la obra de Orwell, sí encadenados por la vanidad y necesidad de atención. Olvidando el placer de un café, de una mano tendida, de una charla sin fotos, de un tinto con aguardiente que no llegue a las historias del Instagram o a los estados de WhatsApp.

Vamos viajando perdidos en un tiempo que se lleva con nosotros la capacidad de mirar a los ojos a un desconocido y proponerle una charla amena. De disfrutar el viento de la tarde y de observar bandadas de gaviotas atravesando el cielo rojo de esta perpetua fábrica de atardeceres. Tal vez necesitamos que una nueva moda se imponga y nos enseñe a salir de la realidad subyacente, y allí habrá de nuevo un lugar para el séptimo pasajero.

Categorías: Andanadas

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