La madre alisaba las camisas de su hijo como si planchara el futuro. A su hija, le entregaba la receta del silencio. En la mesa servía comida, servía historia, jerarquía, costumbres. Servía el mundo tal como lo había aprendido, sin saber que también podía cambiarlo.
No gritaba, no imponía. Pero cada gesto tenía dirección, cada frase; “a ti te toca entender”, decía a su hija; “a ti te toca decidir”, decía a su hijo. Y así, entre tareas, permisos y afectos repartidos, tejía un hogar donde el amor también tenía fronteras, el amor tenía tareas distintas según el cuerpo que lo recibía. Sus hijos crecieron y cada uno alcanzó sus propias cumbres, el ascenso para su hija fue más lento, sus metas exigían romper silencios que aún se servían como postre en la mesa. La madre prefería callar antes de solicitarle algo a su hijo, con la hija no era necesario ella realizaba las labores por inercia era algo que ya estaba incrustado en su ser, con cada uno de los quehaceres y en cada rincón del hogar, las tareas tenían nombre de mujer y el silencio seguía reinando como una costumbre que nadie había cuestionado.
Esta historia no tiene culpables, pero si muchas preguntas:
¿Qué aprende un niño cuando siendo el hogar un escenario donde todos actúan y él solo observa?
¿Qué aprende una niña cuando se le enseña a aceptar en silencio?
¿Qué aprende un niño cuando se le enseña a ignorar lo que sucede en su entorno?
¿Qué aprende una madre cuando empieza a mirar con otros ojos lo que siempre hizo sin pensar?
